![]() Mi madre se llamaba Luna, porque tiraba a cárdena, es verdad. Le puso ese nombre la hija del amo, una chiquilla rubia, bonita y reidora que se hizo amazona en su grupa. De potrilla, nada más nacer, ya vio aquel hombre que sería una yegua inteligente y noble; no lo iba a saber un rejoneador afamado, y ya en retirada, como él... Grajo, era el nombre de mi padre, un semental pura sangre, negro como una noche cerrada, como una noche sin luna. ¡Qué cosas, ¿no?! Podrían haberle puesto Negra Noche en lugar de Grajo y así yo sería hijo de Luna y Negra Noche; pero el amo era como era, guasón y tristón al cincuenta por ciento; lógico, porque los buenos tiempos se estaban acabando y cada temporada le costaba más culpar a los caballos de la escasez de trofeos y, por lo tanto, de corridas. Pero, esa es otra historia. Creo que en el vientre de la Luna, mi madre, ya noté que me gustaba afinar el relincho; y al salir al mundo lo hice casi cantando. Emilio, el veterinario, se partió de risa y de asombro. Recuerdo que le oí decir que más que un caballo, había nacido un tenor. Por eso me bautizaron con este nombre: Pavarotti. Lo mío era notorio, desde luego; hasta cuando comía lo hacía sin perder el compás en la masticación de aquel pienso que daba gusto oler, moler y engullir. Claro, era el menú reservado a los elegidos, a la élite destinada a mantener y aumentar la fama de la yeguada. Me divertía mucho carear las moscas con el rabo como queriendo marcar el ritmo de una patá por bulerías, cosa que llamaba la atención de Rafaelillo, mi cuidador. Tenía la cuadra que daba gloria verla, y a mi me daba gloria su manera de peinarme la crin o lavarme o cepillarme con unas manos que eran de seda suave o dura, pero siempre de seda.
Me tenía ley Rafaelillo. Y yo a él, porque nunca pagaba conmigo su malhumor; al contrario, más parecía que en tomando mi rienda y mirarnos un instante, le cambiaba a buena la mala sombra que traía. Cuando hacía falta que tal ocurriera, le echaba un relinchillo acaramelao, a media voz, tipo Pepe Marchena; ese cantaor antiguo que le encantaba al amo. Rafael no se quejaba nunca, y a buen seguro gratis hubiera ido o venido a su oficio, que era cuidarme a mí y a otros parientes y compañeros de equipo. Pero a veces hablaba conmigo, era su forma de hablar consigo mismo. Por eso sé que padecía por tener que consentir que trabajara su mujer porque con lo que él solo arrimaba a casa no había bastante para una familia numerosa. Los dos madrugaron en sus apareamientos y, en nada, se encontraron con una casa llena de bendiciones que se vestían, iban al cole y comían tres o cuatro veces al día. Cada uno nace para lo que nace y lo mío no eran los toros. De manera que, enterado de lo que pasaba en la plaza, viendo cómo presumían en las cuadras los destinados a ser la mitad del centauro, cómo se apuntaban los éxitos de las buenas tardes, o cómo les afectaba el miedo propio y el fracaso del jinete, decidí que lo mío serían las carreras, donde no eres cómplice de la muerte de un toro, y sí el creador de emociones sobre la hierba de los hipódromos, sintiendo que esa hierba es campo abierto para galopar y galopar, casi volar y volar como Pegaso, llevando sobre mi cuello el cuerpo peso pluma del jockey y el pellizco breve, estimulante de su fusta en mi costado; galopar, volar, en un anhelo de libertad posible. Cada uno nace para lo que nace. Lo mío tenía que ser llegar el primero, o de los primeros, a la meta, entre el griterío y los aplausos de la muchedumbre. Andrés Caparrós.
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